Por: Yumar Londoño

El Estadio Metropolitano vibraba con la expectativa y la pasión desenfrenada de miles de corazones ansiosos. Era el jueves 16 de noviembre, el día en que Colombia y Brasil se enfrentarían en un duelo que trascendería lo deportivo. La emoción estaba en el aire, mezclada con la ilusión de una nación entera que anhelaba no solo la victoria en el fútbol, sino también un mensaje de paz y libertad para su sociedad.

El partido comenzó de la peor manera para los colombianos. Un gol en el cuarto minuto sacudió las esperanzas, pero no la determinación de aquellos que defendían la camiseta amarilla y los que como en un coliseo romano, impulsaban desde las tribunas a sus gladiadores.

A pesar de la desventaja, las gradas retumbaron con cánticos de aliento, cada uno lleno de fe y entrega. La potencia futbolística de Brasil no logró amedrentar a la selección colombiana. Lejos de encogerse ante la magnitud del desafío, decidieron encararlo de frente. Y fue entonces cuando la magia del fútbol se manifestó en todo su esplendor. Néstor Lorenzo demostró el gran estratega que es; cómo si de un partido de ajedrez se tratase, modificó las piezas precisas para que el equipo fuera más punzante aún.

Luis Díaz, con dos cabezazos que aún retumban en los corazones de los colombianos logró lo impensado. ¡Dos goles en un mismo partido contra la gigante ‘Verdeamarela’! Estos no fueron más que simples anotaciones; fueron expresiones de la pujanza, del coraje y la entrega que anidan en el corazón de cada jugador. Sólo bastaron cinco minutos para que toda Colombia se uniera en un abrazo de hermandad, bastaron cinco minutos para que todos fuéramos el papá de Lucho a punto del desmayo desde nuestros hogares, bastaron cinco minutos para ratificar que Colombia sabe jugar partidos como estos.

La algarabía que estalló en el estadio fue indescriptible. Los abrazos, los gritos de júbilo, las lágrimas de emoción… eran la manifestación palpable de un país que anhelaba este triunfo no solo en el campo de juego, sino en cada rincón de su territorio.

Los minutos finales fueron un torbellino de emociones. El pitido final no solo marcó el fin de un partido, sino el inicio de una celebración que trascendería los límites del estadio. Jamás en eliminatorias le habíamos ganado a la gran selección brasileña. Era la victoria de la esperanza, la demostración de que, contra viento y marea, Colombia puede enfrentarse a los desafíos y salir victoriosa.

Jugadores como Camilo Vargas, Kevin Castaño, Cristian Borja, Richard Ríos y Luis Sinisterra demostraron que están listos para ser titulares y comenzar un verdadero proceso de transición. Ellos pueden ser los abanderados de esta nueva camada de futbolistas que están alzando la mano y que al momento de enfrentarse a estos desafíos, no se atemorizan. James poco a poco vuelve a ser ese 10, nuestro 10; el pelado que deslumbró al planeta entero en el mundial del 2014 y Lucho, Lucho es indiscutiblemente el mejor jugador de la selección en la actualidad; eso sumado al infierno que vivió las últimas semanas debido a la violencia que tanto daño nos ha hecho, sólo hace engrandecer su figura.

En definitiva, esa noche, el estadio no solo fue testigo de un partido; fue escenario de un renacer, de la llama encendida de la esperanza y la convicción de que, a pesar de los obstáculos, Colombia tiene el coraje y la fuerza para escribir su propia historia, una historia llena de paz, de reconciliación y de ganas de construir sociedad a pesar de las diferencias.